Aullidos

ojo-lobo

Por Álvaro Vildoza 

A mi hermano Rali

Sh. De nada sirve que te tapes los oídos. No. No hagas fuerza con las manos, no cambia nada, ¿oís? Sí: lloran.

No, tampoco. No busques refugio en una almohada. Están llorando. Y cuando lloran es por eso. Lo sabés. Lo buscaste. Lo leíste y te acordás bien. Te burlaste, te reíste y ahora estás ahí hecho un bollo mugriento, entre sábanas transpiradas de ¿qué? ¿miedo? Terror, eso tenés. Vergüenza te debería dar. Asco, tu incredulidad.

Desenchufá el despertador si se te antoja. Acabás de apagar la única luz que había en la habitación. El click del segundero iluminaba apenas la pared. Sh. No tiembles. A ver, mirá un poco a tu alrededor. Eso. Sacá la cabeza de entre las frazadas. ¿Qué ves? Lo suponías, pero te gustaría haber comprobado lo contrario. Una lástima. Nada. Sólo aquel aullido. Y ahora, éste. ¿Escuchás? Y otro.

Ni los pies podés mover, cagón. Podrías levantarte y acercarte a la ventana. La noche no está clara, no. Tampoco quisiste creer que sería tan pronto. Que sería sin luna. Que no habría nadie en la casa. Que con vos no habría testigos. Sh. No pretendas competirles con el chirrido cobarde de tus dientes.

Respirás entrecortado. Tus dedos ya empezaron a tensarse, los músculos de tus piernas se acalambran lentamente. No te adelantes. Ya vendrá y se juntará con vos. Escuchás que se aproxima. Te imaginás la esquina, el cartel del almacén de Don Ernesto apagado, las cortinas de hierro impenetrables. El árbol del que te colgabas cuando eras un niño, cuando eras curioso. No fue hace tanto, ¿no? Hacé memoria. Ahí lo leíste, a la sombra de ese árbol. Sabías que no eran cosas para chicos, que tu papá te lo había prohibido. Esas cosas son mejor no saberlas jamás. Te lo había advertido tu abuelo.

Leyendas. Mitos. Mentiras, pensaste. Ni siquiera se lo contaste a Juan. A él le apasionaban esas historias. Pero te pareció tan insignificante –sh, escuchá- que ni siquiera abriste la boca. Juan les tenía respeto a estas cosas. Los escuchaste con lo de él en el hospital, y después con lo de tu tía, pero seguías negando lo indudable. Un capricho estúpido. ¿Ahora entendés, no? Tan sólo si te acercaras a la ventana unos segundos…

Te imaginás las fauces, mínimamente abiertas. Los dientes filosos dejando pasar el fétido aliento que agrieta el silencio hasta llegar. A vos. Al borde de tu colchón roñoso. Sentís el aire caliente en tu oído. Escuchás la agudeza hiriente de los aullidos. Te los imaginás acompañándola. Unos, atrás, otros a su lado. A su paso. Volvés a ver la esquina, el cartel del almacén apagado, el árbol, las rejas de la casa de Doña Alicia.

Abrís los ojos. Te movés rápido. Te duele el cuerpo. Te dan arcadas. Tratás de incorporarte pero es difícil. Probás intentando sostenerte con los brazos. Buscás algo. El teléfono está muy lejos. Dejaste el celular en la cocina. Se te ocurre caminar hasta ahí, pero tenés que abrir la puerta e intuís que –te gustaría con el alma negarlo, pero estás casi seguro- están escondidos al final del pasillo. Agazapados. Te esperan.

Desistís. No es tarde. Faltan muchas horas para que amanezca. Pensás que quizás no llegues a ver amanecer. Pensás que fue lindo esa madrugada con ella en el dique. Pensás que de verdad te gustaba. Pero te olvidás, hijo de puta, lo que hiciste aquella vez.

Pensás en ella. Pensás en el auto, adentro, los asientos, las manos, sus piernas, tus dedos, el camino, las curvas, los policías ausentes. El túnel. La piedra y los grafitis. Su boca. Sonreirías pero se te resquebrajaría el rostro. El freno. La arena. La maniobra, el golpe seco. No tenés el coraje para disfrutar del recuerdo. La respiración unísona de ellos se confunde con la tuya. El latido es uno solo, que viene de debajo de las colchas, no hay otro. Pero falta poco para el silencio, la afonía. Y temblás.

No lloriquees.

Rengueaba. Ahora la memoria te horroriza. Rengueaba doblando la patita. Daba saltos cortos. Ella miraba asustada. Te gritaba. Vos gritabas. Gemía y daba saltitos, doblaba la pata. El cascote. Ella que pedía que no lo hicieras. ¿Qué querías demostrar? ¿Qué? El golpe.

El aullido. ¿Escuchás? Sh. ¡SH! Oí. El aullido, las piedritas derrumbándose. El llanto. El aullido.

El beso. Sus ojos, lloraba. Te reías.

Gruñen. No ladran, gruñen y tiembla el suelo. Escuchás el portón, afuera, vibrando. Se acercan.  Te reconocen. No te olvidaron. Vienen. La acompañan. El libro, podés evocar cada letra. Un sombrero. La oscuridad no te va a dejar llegar. No podés ni pararte. Percibís diáfano el sonido de sus pezuñas contra la baldosa, el pasillo, la puerta. Sh. Tranquilo. No será lento, no. Como las piedritas golpeando los cardones, cayendo. Rengueaba. Y ahora vos no sentís las piernas.

El portón hace ruido. Se golpea. No es viento. Se golpea. Es su aliento. Más cerca, caliente. Aúllan y te tapás con las manos las orejas, te lastimás. Abrís la boca, la mandíbula te duele, la abrís más aún pero seguís escuchando la estridencia de sus dientes detrás de la puerta. Gruñen. Afuera se escucha que lloran, cinco, ocho, diez. El vidrio cruje.

Arañan el piso con las uñas. Te imaginás los hocicos apenas abiertos y te duelen el oído, el alma, la boca. Escuchás el chirrido lánguido en el vidrio. Lloran, aúllan.

Jadean. Vos, ellos, jadean.

Si tan sólo te acercaras a la ventana.

Álvaro Vildoza

octubre  2011

 

* Nota: Se dice que los perros anuncian la muerte; ven las ánimas y aúllan. Se dice, también, que cuando se mata a un perro, los demás saben quién lo hizo y tarde o temprano se lo cobran.

** 1er Premio (compartido con Sara Manghesi D’Alessio) del Concurso “Cuentos Perturbados”, organizado por la Dirección de Letras de la Municipalidad de La Rioja. Noviembre de 2011.

Pasaron por aquí y dejaron su firma...

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